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Eran las nueve de la mañana del domingo. Kike se sentía un desastre completo, no sólo en lo físico: también en lo anímico. Ni siquiera respondió a los reclamos insistentes de su madre. Sabía que se había fallado a sí mismo, y con creces.
No dudó en irse de frente a su cama y quedarse dormido. Cuando se despertó, varias horas después, no se esperaba la sorpresa que había. Sentada sobre la cama, Fabi lo miraba con una rara mezcla de ternura y compasión.
Kike se levantó y la abrazó a Fabi, quien recíprocamente le saludó de la misma forma. “Les fallé… a todos”, le dijo él lleno de tristeza. “Para eso estoy yo, para ayudarte”, respondió ella con sencillez, mientras tomaba su mano y lo lleva a lavarse la cara.