Joel miró su reloj otra vez. “Nueve y diez”, susurró para sí y se acomodó la casaca, jalando el cuello hacia delante, como si quisiera alargarlo. Su cuerpo se apoyó sobre la puerta del copiloto del auto azul, al tiempo que su exhalación se tornaba blanca por acción del frío.
Cinco minutos después, el taconeo apresurado sobre las escalinatas de la entrada del edificio, le hicieron levantar un tanto la mirada: Sofía se acercaba a su encuentro, la expresión cansada, los pasos breves. “Vamos”, fue lo único que dijo ante la incomodidad de Joel, no tan obvia, por la demora.
A pesar de ello, él no decidió reprocharle nada, sino que se mantuvo callado hasta que llegaron a un pequeño hostal. Ellos no mostraron la menor prisa en entrar allí, ni siquiera porque el encargado les entregara rápido la llave de la habitación.
Dos horas más tarde, y tras haber hecho el amor varias veces, los dos cuerpos desnudos respiraban agitados bajo la sábana clara, en medio de un ardoroso ambiente que los hacía inusualmente sudar. Fue entonces cuando Sofía, recuperando el aliento, lo miró a él. Era una mirada de decepción que, poco a poco, llenó de temor a Joel.