Pasó una semana. Eduardo decidió no esperar en casa: camina por la calle donde ocurrirá el homicidio. Se para en una esquina. Es medianoche, y la tranquilidad de la cuadra parece inalterable. Al menos hasta unos segundos después: la persecución ya comenzó. Una cuadra arriba, un hombre sale corriendo detrás de un edificio. Siguiéndole los pasos, un arquero vestido de azul que tensa su arco.
La víctima logra esquivar las primeras flechas, pero no puede contra la destreza del “cazador”: una de las saetas atraviesa la pierna derecha del perseguido que, aunque rengueando con dificultad, quiere huir. Una segunda flecha se incrusta en su brazo izquierdo y lo derriba sobre el pavimento. Ruega por su vida, pero el arquero es inmisericorde: un flechazo a mansalva acaba con la resistencia del victimado.
Eduardo ya se acerca, y el asesino escapa raudo. Sin tiempo para alcanzarlo, decide auxiliar al malherido. Su sorpresa es mayúscula: se trata del profesor Sotomayor. “Déjeme ayudarlo, profesor”, dice el joven, mas el hombre ya no puede oírlo. El joven abraza en sus manos la cabeza de su mentor mientras caen lágrimas de sus ojos. “Real o fantasía, juro que te encontraré”, grita amenazante al enemigo que ya no está…