Anselmo logró despertarse. Vio a la embarcación hundirse, con su tripulación de borrachos, aquellos condenados que gritaron con fuerza ante la fosa oscura que se los tragaba. También miró a Zenón, su capitán que, sereno y resignado, miraba hacia el abismo de su perdición. A diferencia de ellos, no clamó. Sólo cerró los ojos, como queriendo imaginar otra mar por navegar.
La tormenta amainó, y el sobreviviente remó todo lo que pudo hasta la orilla cercana. Una vez que alcanzó la playa, corrió hacia aquel faro, aquel malhadado edificio. Desfalleciente, llegó hasta él. Mientras la luz del faro se desvanecía, pudo observar el abismo esconderse bajos las enormes olas. Anselmo empezó a llorar. Unos minutos después, algo desquiciado, quiso lanzarse al mar.
No pudo. Unos hombres lo contuvieron y lo alejaron de la orilla. “¿Por qué? ¿Por qué?”, gritaba desaforado el marino, “Era mi deber morir también Zenón. ¿Por qué me salvaste? ¿Por qué?”. Los hombres pensaron que enloqueció de pronto y lo dejaron depositado en ese sanatorio…
– Hasta que llegaste tú, hijo mío –le dijo a Artemio-. Ahora podré cumplir mi destino.