Ella ha gritado, ha corrido, se ha ocultado. No sabe de dónde ha venido su atacante. Sólo recuerda su angustiante respiración soplando cerca de su cara. Pensar que todo había comenzado con esa cara amable que conoció en el bar de la esquina. Unas miradas, unos gestos, transformados luego en una conversa tenue, en susurros, insinuante.
La promesa de un baile, unas copas y, quizá, algo más. Y ahora estaba huyendo escaleras abajo, perseguida por un sicópata al que no puede ver el rostro, rostro que siente su desesperación, su miedo. Alcanza la salida del callejón, divisa la calle principal y corre con mayor ímpetu, tratando de salvarse. Mas no, él ya llegó allí. La hace retroceder hacia el alambrado que separa el paso al otro lado.
Ella quiere abrir aquellas puertas pero el candado encadenado no se lo permite. Entonces, trepa sobre la estructura con esfuerzo, llega a la parte alta y se arroja, logrando cruzar al otro lado. Sin embargo, no cae bien: la rodilla golpeada le resiente el movimiento. Más todavía, una sombra creciente se aproxima a la víctima. Del piso ella se levanta pero es muy tarde: un único grito rompe, temporalmente, el reinante silencio de la noche…