Aunque los demás, extasiados con la arenga, empezaron a ordenar la cubierta, Anselmo dudaba. Aquella tormenta que atacó traicionera la embarcación no podía ser un simple hecho de la naturaleza. Así que, una vez que estuvieron listos para zarpar, se dirigió donde Zenón y le expresó sus temores: “Los dioses no nos dejarán llegar a Endevia”.
“Tonterías”, le replicó el viejo marino, “mira”. Y le indicó el mar, tan sereno y calmo como una sábana tendida. Pero el temor de Anselmo no se desvaneció. Por el contrario, decidió recluirse en su camarote. Siguió pensando en aquel episodio, hasta que el tranquilo vaivén de las olas lo aturdió sobre el lecho.
Un sonoro remezón lo despertó bruscamente de su sueño. Subió a cubierta y descubrió que el cielo, antes tan celeste y tan plácido, habíase oscurecido y el viento empezaba a arreciar sobre el navío. Se acercaba hacia donde estaba Zenón cuando, apartándose algunas nubes, miró algo extraordinario: una luz algo débil que se posaba en la embarcación.
El viejo marino conducía hacia aquella luz, proveniente de una silueta oscura que apenas pudo divisar. “¡Un faro!”, exclamó Anselmo emocionado, “¡estamos salvados!”. “No. No lo estamos”, refutó Zenón a su segundo con voz enérgica. Fue entonces que le mostró la esfera que emana una roja luz. “Este es el ojo de Endevia”, gritó el marino con todas sus fuerzas y señalando a la columna dijo, “y ese… ¡ese es el faro del abismo!”…