Decidí acercarme más hacia la puerta para verificar el número que me había dado. Retiré la alta enredadera que no dejaba ver la placa de la casa y, en efecto, era la dirección. Iba a retirarme cuando, apoyándome un poco sobre la puerta, la abrí. Al ingresar, la puerta sonó chirriante pero pude admirar más de cerca el riesgoso estado del lugar.
Sobresalían unas goteras que, debido a la lluvia de ayer, dejaban pasar gotas que caían sobre los muebles enmohecidos de la sala. Avancé hasta la cocina, y el panorama era el mismo: las vitrinas rotas de los estantes y los platos a medio rajar. Cuando me dirigí hacia la escalera, noté que la baranda no era segura; de hecho, la estructura de madera que llevaba al segundo piso se sostenía quebradiza.
Al entrar en el dormitorio, la desazón final se apoderó de mí: el gran espejo, que una vez estuviera conectada a la mesa de noche, yacía sobre el piso destrozado en fragmentos. El colchón lucía sucio y, encima de él, alguna ropa desparramada indicaba la rápida salida de aquel lugar. Furioso, eché a andar escaleras abajo con no mucho cuidado.
Casi por llegar al primer piso, un ligero tropiezo me dejó un dolor muscular en la pierna que me hizo odiar más al escritor por haberse burlado de mí. “Qué se habrá creído”, dije en medio de mi fastidio mientras cerraba la puerta. Caminé un par de pasos y escuché una voz: “¿Tan pronto se va?”. Volteé de súbito. Era Valera, quien hablaba desde la puerta de la casa…