“Vengan por acá”, señaló Jerónimo a un grupo de alumnos, al mismo tiempo que Miguel pedía que lo siguieran. Sentía que no podía confiar en el guardia, pero sólo lo obedecieron Carla y otras cuatro personas: el resto no le hizo caso por el temor enclaustrado en ellos y su endeble liderazgo. Los seis corrieron entre la densa neblina mientras trataban de encontrar la cabaña en la dirección que se dirigió el profesor.
“¡Estamos caminando en círculos!”, exclamó el joven. Carla lo abrazó. La desesperanza de Miguel era grande, y si no hacía nada por contenerlo, se volvería loco. Miguel pareció calmarse, pero la tranquilidad del momento duró poco: escucharon otra vez ese sonido chillante y decidieron volver a correr. De pronto, él cayó, tropezándose con algo.
Pensó que era un montículo de tierra, pero Carla le avisó de una mancha en su pantalón. “Es sangre”, dijo. La desagradable sorpresa los obligó a voltear las caras: era el cuerpo destrozado de su profesor. “No es tiempo para lamentos, ¡huyamos!”, habló uno de los muchachos mientras levantaba a Miguel y Carla, que empezaba a llorar por el shock.
No habían transcurrido ni cinco minutos cuando, aprovechándose de la neblina, algo empezó a golpear a los muchachos, desapareciéndolos entre la espesura blanca. Miguel y Carla, que lograron esquivar el ataque, decidieron tomar un descanso detrás de unos arbustos. Entonces, ella sintió un calor creciente en su pecho. Sacó su dije y vio que estaba iluminado…