Yancarlo arriva a la planta en su auto deportivo. Apenas baja, comprueba la vista desoladora. Paredes ennegrecidas, manchas de sangre y algo de la sustancia blanca que conoce bien. “¿Usted es el dueño?”, escuchó preguntar detrás suyo. Era el comisario Domínguez, un regordete policía que se le acercó con confidencia, mientras los hombres a su cargo empezaban a recolectar pistas.
“Venga conmigo que necesito su declaración”, dijo el oficial yendo hacia uno de los patrulleros. Yancarlo empezó a explicarle que era un joven y próspero empresario textil, que suponía que este desastre había sido un sabotaje de la competencia. “Bien, entonces creo que podríamos ir a la delegación a sentar la denuncia”, sugirió Domínguez encendiendo el motor. A Yancarlo no le quedó otra que asentir.
Antes de llegar a la delegación, Domínguez hizo un giro inesperado en una esquina y detuvo el auto. “Ahora, negocios son negocios”, dijo. El oficial le hizo saber a Yancarlo que no era tonto y que conocía bien los restos de aquel polvo encontrado. También le comunicó que sus hombres estaban listos para recolectar toda la evidencia y “perderla”.
“Así que, ¿puede ponerle un camión de chelas a mis muchachos?”, sugirió Domínguez. “Por supuesto”, dijo el joven sacando dos mil dólares de un fajo que tenía en su saco, “y tendrá más si encuentra al responsable”. Domínguez sonrió socarronamente: “Gracias, los muchachos estarán contentos”. “Gracias a usted, comisario”, cerró Yancarlo…