El profesor salió y constató que aquel cuerpo sangrante y destrozado era el de su pupilo. Al instante volteó hacia Jerónimo. “¿Qué le hiciste?”, gritó mientras golpeaba con sendos puñetazos al guardia, al que había arrinconado contra una pared. Como no se contenía, Miguel y otro alumno tuvieron que alejarlo.
“¿Qué le hiciste?”, preguntó de nuevo. El guardia se defendió señalando la pierna del muchacho. El profesor levantó la basta del pantalón y verificó que había una grave herida debajo de una gasa. “Para qué lo iba a matar si lo estaba curando”, concluyó el hombre canoso. El maestro quiso responderle pero inquietudes cercanas lo interrumpieron.
“Las linternas no iluminan mucho”, dijo uno de los muchachos. Jerónimo chequeó las luces y reconoció que las pilas estaban por vencerse. A pesar de su reticencia inicial, el profesor tomó la decisión de ir con el cuidador de nuevo al otro lado para buscar más cargas y linternas. “Te quedas a cargo”, dijo mirando a Miguel, “y nadie sale hasta que yo vuelva”.
Los dos hombres caminaron hasta una cabaña. Durante el trayecto, la neblina se hizo más fría, así que apenas llegaron al sitio el profesor empezó a buscar cobijas. “¿No tienen mantas?”, preguntó el profesor. Jerónimo contestó que las guardaban en otro lado. “Ve por ellas y llévalas allá”, le ordenó. El hombre canoso salió de la cabaña mientras el otro probaba las linternas y las cargas.
Había terminado de arreglar las luces cuando sonaron pasos fuera. “¿Jerónimo?”, llamó pensando que el cuidador no encontró las mantas. Sin embargo, no obtuvo respuesta. Envalentonado, salió molesto de la cabaña. Luego, abrió grandemente sus ojos, sólo para que vieran por última vez el ataque que recibió…