El capitán Gómez, sentado tranquilo en su escritorio, no imaginaba el repentino alboroto que venía. Vinatea entró de pronto en su despacho y le hizo saber la mala noticia: “Acaban de llamar los padres del chico secuestrado”. Contó que los plagiarios habían pedido un millón de rescate y que cada tres horas matarían un rehén si no le entregaban el dinero.
“Además, el carro que buscamos ya apareció”, agregó para indicar que el joven estaba en el mismo lugar que el auto. “La policía en el sur recibió un anónimo”, finalizó. “Llama a Machado y Cabrera, que vayan armados”, señaló Gómez, “el operativo va a comenzar”.
En la casa de playa, las tres se hicieron eternas. Equis consultó su reloj y decidió marcar el número de los padres. “Y bien, ¿tienen el dinero?”, preguntó algo sereno. Sin embargo, paulatinamente, su rostro acabó en una desesperada mueca al escuchar la negativa. “¿Acaso no entienden que la vida de su hijo está en mis manos?”, terminar por gritar furioso. Cerró el celular un momento y le ordenó a Uno que fuera al cuarto.
Su secuaz sacó a rastras a uno de ellos. Era Julio, quien estaba con las manos amarradas detrás de la espalda y un trapo en la boca. Llamó de nuevo y gritó: “¡Escúchenlo!”. Julio se identificó y empezó a pedir ayuda. Coco no lo podía ver porque su silla se encontraba de espaldas a su amigo, pero se agitaba desesperado. “¡Déjenlo, déjenlo!”, trató de defenderlo.
Pero Equis ya lo tenía decidido y, apuntando a Julio, disparó dos balas que aniquilaron su cráneo. “El próximo es su hijo”, y cortó la llamada. Coco empezó a llorar amargamente: “¿por qué?”, le inquirió a su plagiario. “Esto no se suponía que fuera así”, fue lo único que dijo el asesino. De súbito, el celular empezó a sonar y la misteriosa voz del otro lado dijo: “Vengan”. Equis y Uno cerraron tras de sí la puerta de la cocina.