[Dedicado para doña Emita. Que Dios le guarde en su eterna gloria.]
Pedro caminaba sin mucho apuro por las calles de aquel sitio olvidado. Le habían dicho que no era bueno que fuera por allí, pero sentía que debía ir. Luego de unos minutos, para en una casa verde de puerta de madera. Tocó una vez, dos. Finalmente, un hombre viejo y corpulento le abrió la puerta. Al reconocerlo, el señor lo abrazó con efusión y lo invitó a pasar.
“Tenía tiempo sin venir acá”, dijo Pedro con cierta amargura. Veinte años habían transcurrido antes que pudiera volver al lugar que lo cobijó como su hogar durante una parte de su niñez, sólo para constatar que ya no vería más a la buena señora que acogió a él y su familia. “Te quería mucho”, señaló el hombre con aire de tristeza, y agregó: “pero no estés acongojado, ella se marchó en paz”.
Pedro dejó escapar algunas lágrimas, mientras recordaba aquellas escenas de juegos, postres y celebraciones, y recordaba el rostro siempre amable y sonriente de la buena señora. Uno de esos recuerdos se le vino a la mente con poderoso color. En aquel entonces era sólo Pedrito y sus travesuras eran el pan del día en la casa verde.
A su lado, un muñeco con forma de perro era el fiel escudero que lo acompañaba en sus chiquilladas. Si algo terminaba roto, o fue él o fue el muñeco: claro, movido por Pedrito. Una tarde, sentado a la mesa, él dejó olvidado al muñeco en el pequeño patio interior de la casa, que daba enfrente a la calle. Cuando terminó de comer, el niño fue a buscar el muñeco pero no lo encontraba.
Pedrito se preguntaba dónde podía estar. Uno de los hijos de la señora, que aún vivía con su madre, le dijo que lo había visto dentro de la bolsa de la basura. “Y parece que el camión ya se va”, murmuró. El niño salió desesperado por la puerta de madera y corrió detrás del basurero que ya se alejaba. Pedrito volvió rápidamente para la casa, llorando copiosamente, y la señora lo abrazó fuerte y le preguntó el porqué de su llanto.
“Es que perdí mi muñeco”, dijo el niño, llevándola hasta la puerta e indicándole al basurero. Entonces, ella fue adentro y volvió con las manos detrás. “¿Es este tu juguete?”, le preguntó mientras le mostraba el muñeco con forma de perro. “Creo que mi hijo lo había escondido”, sonrió ella. El niño cogió el juguete con alegría, abrazó a la señora y le dio un beso en la mejilla. Y nunca más se desprendió de él.