Era una tarde de setiembre de clima cálido que el profe de Literatura anunció la primera edición de un concurso de declamación. Yo me inscribí, confiando demasiado en mis “dotes” de poeta y esperando ganar no sólo jugosos puntos en el promedio general del curso, sino también la fama y gloria de gran recitador de la clase y del colegio entero.
“¿Qué escribes?”, me preguntó Celeste, la chica que me cortaba el aliento de sólo mirar sus ojos, aquellos profundos ojos del color de su nombre. Como era entonces un chiquillo inexperto, oculté rápido el papel y sólo le respondí que escribía mi tarea. Pero ella fue más astuta y buscó sacarme el secreto del papel. “Déjame leerlo y te daré un beso”, dijo con malicia. Cual pobre iluso, acepté el trato.
Su cara cambió, en instantes, de una sonrisa pícara a una mueca de extrañeza. “Bueno, aún no está terminado”, me disculpe nervioso, “pero espero que cumplas tu parte”. Me acercaba ya cuando el “tengo que comprar algo” detuvo mi ansiedad. Me devolvió el escrito, y pasaron cinco, diez, quince minutos. La campana sonó, devolviéndome a la realidad, y subí al salón con el alma cansada.