“Soy yo”, dijo Sérvulo. Rolando volteó sorprendido la vista. Vio al menor de sus hijos vestido con aquella túnica negra, la misma con que apareció el día que le entregó el cuerpo de Legardo. Sérvulo observó el epitafio, se rió con sarcasmo, y lo criticó: “la dádiva perfecta, llevado por la escoria. La verdad, esperaba de ti una mayor tristeza”. Rolando se levantó y quiso abrazarlo, pero el príncipe desenvainó la espada y obligó al rey a ponerse en guardia. “Peleemos”, retó el príncipe.
Sérvulo embistió al rey quien, con no poco esfuerzo, evitó el envión. Rolando aprovechó para mandar un golpe de puño al príncipe, que cayó al costado de la piedra lisa. Envalentonado, el rey pateó el arma del joven y levantó la suya en dirección al cuerpo de su oponente. Quiso dejarla caer, pero Sérvulo contuvo el ataque, y aplicó un par de patadas sobre las piernas del rey, haciéndole trastabillar y hundiendo la espada en el campo. El príncipe prosiguió su ofensiva, esta vez con puñetes sobre la cara y el abdomen de Rolando.
Por fin, cansado de la golpiza, el rey cayó pesadamente sobre el terreno y se quedó respirando agitado. Entonces, Sérvulo cogió su espada y la levantó. “No harás más daño porque ya no estarás”, pronunció el príncipe, y antes que Rolando dijera algo, su cabeza rodó cercenada. Galías se acercó tranquilamente hacia el joven, quien empezaba a llorar. “Ya, hijo mío, no llores más”, lo consoló el rebelde y agregó: “Tu madre estaría orgullosa de cómo la vengaste”. Sérvulo lo sabía pero no olvidaba el sacrificio de Legardo.
“Acabaste con sus pecados y, en el camino, redimiste los tuyos”, lo animó Galías. El príncipe, confortado, levantó su cabeza y miró al cielo que empieza a ocultarse. “¿Qué harás ahora?”, le preguntó el rebelde. “El reino te lo puedes quedar. Sé que lo gobernarás bien”, asintió Sérvulo. “En cuanto a mí”, añadió, “es el tiempo de irme”. El príncipe montó en su caballo y dio un rodeo por la lápida, aquella que siempre lo habría de recordar.