Esa mañana se despertó y se acercó al espejo. No podía creerlo. No podía creer que su deseo se convirtió en realidad: el espejo no emitía ningún reflejo suyo. Marcelo, desesperado ayer y emocionado hoy, se arrodilló ante el espejo y agradeció a Aquel, quien compadecido de su angustia le había hecho este regalo de cumpleaños tan especial. Sí, este regalo de cumpleaños, porque hoy cumplo veinte años y no hay cosa mejor.
Pero este no fue un buen día para mí. Cierto es que mi imagen no la veo ya en el espejo pero tampoco puedo sentir los rayos del sol, a pesar que a través del ventanal miro a la gente con ropa veraniega por las calles de mi ciudad. Trato de coger uno de los libros pero se me dificulta la tarea. Cuando creo tenerlo entre mis manos, se me escapa. Entonces caigo en la cuenta que, aunque no estoy débil, me siento ligero.
Si es así, me pregunto por qué estoy aquí. Mi condición escapa a lo que había imaginado, así que decido volver al consuelo que son los libros. Encuentro aquel libro de filosofía que, no sin dificultad, coloco entre mis piernas; y aunque lo leo, no puedo entenderlo ante las evidencias de mi situación que resultan, a todas luces, contradictorias.
Fue en uno de esos momentos de divagaciones en que, distraído, no presté atención a que mi madre entró en el ático. Seguramente, alertada por los gritos intentó subir ayer y que, vencida por mi voluntad de no dejarme ver, se rindió ante la posibilidad de tomarme por sorpresa temprano en la mañana. Y se estremeció también cuando aquel viento helado se coló en su alcoba. Y allí estaba ahora, frente a mí, con el rostro pálido y sin dirigirme palabra.
En ese momento me dirigí hacia ella y, entonces, todo ocurrió. Mi madre se desvaneció y yo corrí hacia ella pero, por más que quise, no pude levantarle. Al instante, sonaron pasos que subían hacia el ático. Me escondí de tras de unos libros, temeroso que ellos descubrieran mi condición. Una vez que la examinaron, rompieron en llanto y se la llevaron. Apenas vi que bajaron, salí de mi escondite y pude oír claro.
Marcelo. Marcelo. Sí, era su voz. Cuando volteé a mirarla no me quedó duda que era ella, que era mi madre. Sí, mi madre. Que era ella la persona que más quería y la única que podía sacarme de aquí.
Tomado de su mano, atravesé el ventanal y traspuse este mundo. Y lo último que pude comprender es que no sólo es un reencuentro para siempre. Sino que es, para siempre, un reencuentro. (29-12-2006) Sigue leyendo