Ya restablecidos en sus fuerzas, y caída la noche, los jóvenes caminaron otro par de horas hasta divisar un cielo iluminado por la luz eléctrica. “¡Llegamos!”, exclamó Neto, al observar la ciudad un tanto alejada, asentada sobre el frondoso valle. Admirado ante aquella hermosa vista, él corrió hacia la entrada de la misma.
Sin embargo, Jano se apresuró y lo alcanzó luego de unos segundos, parándolo en seco al agarrarle por el cuello de su polo. Luego lo llevó a un lado de la vía. “¿Qué haces?”, le reclamó airadamente su amigo ante esa desconcertante actitud. “No podemos entrar como forasteros, debemos actuar con sigilo”, le increpó Jano con cierta razón.
Una vez que se volvieron a juntar con Mirella, ella salió hacia la vía a parar un carro. Acertó a pasar por ahí un ingenuo hombre en una camioneta. Él no dudó en estacionarse al costado cuando la vio extender el brazo pidiendo un aventón. “Hola primor”, le dijo el piloto totalmente deslumbrado, “¿qué haces por este camino tan desolado?”.
– Es que me perdí, amigo –mintió Mirella-; ¿me podrías llevar a la ciudad?
– Claro, dulzura.
– ¿Y cuanto me costaría?
– Para ti primor, sólo un besito.
Mirella acercó su cara hacia el tipo, sólo para que él quedara a merced de una sonora cachetada. “Pero, ¿qué haces?”, dijo él sorprendido, mientras Jano entraba por la otra puerta y lo noqueaba de un tremendo derechazo. “Pase, primor”, le abrió la puerta a ella, mientras Neto subía también, y acomodaba en el asiento de atrás al inconsciente conductor.