Callada, ida, destrozada. Así se siente Malena mirando hacia la pista que está debajo del puente. La noche anterior, al recibir esa ingrata llamada, perdió por un momento el habla. Salió corriendo, tomó un taxi y llegó a aquel fatídico sitio. No le era posible entender que Alberto hubiera muerto.
Sobre el pavimento, observó el cuerpo tapado con una sábana gris. No hubo necesidad de descubrirlo: la cicatriz marcada por una quemadura en su brazo derecho fue la señal de su reconocimiento. Por fin, entonces, pudo llorar, un día, dos, una semana, dos. Un mes después, volvía al puente desde donde los policías dijeron que se lanzó.
No había testigos, ni señas de otro en la escena: simplemente pensaron que se había suicidado. Y Malena a considerar el hecho, aunque a veces lo resistiera. Dejó una rosa blanca recostada en el barandal del puente. Se alejaba sin mirar atrás, cuando un sonido la detuvo. Era como una rosa cayendo.
Volteó. En efecto, la rosa estaba en piso pero no había nadie alrededor, mas que ella. Se acercó a recogerla, y notó que un papel doblado se encontraba aprisionado debajo de los pétalos. Malena besó la rosa y la puso de nuevo en su lugar. Se alejaba ya cuando abrió el papel. Se detuvo y la nota dejó caer. “No me suicidé. Me asesinaron”, se leía en él…