Al día siguiente, Anselmo se despertó temprano. Esperaba que el viejo marino, ya más calmado por el descanso de aquella noche, se animara a hablar sobre el oculto objeto. Sin embargo, caminado por la cubierta, notó a varios ayudantes y esclavos pero Zenón no hacía acto de presencia. “Qué raro”, pensó para sí, y se dirigió hacia el aposento del capitán.
Tocó a la puerta dos veces y no le contestaron. Pero insistió tanto con los golpes de nudillo a la tercera que el viejo marino se levantó de su letargo y se dispuso a abrir la puerta. Mas cambió rápidamente de decisión y se limitó a preguntar quién era. “Soy Anselmo”, respondió el otro, “pensé que estaría afuera”.
“No”, contestó con voz agria Zenón, “hoy estoy enfermo”. Y le pidió a su segundo que se encargara del rumbo. Entonces, Anselmo tomó el mando de la embarcación. A la hora del ocaso, él divisó la punta de una costa verdosa. “Endevia”, exclamó el marino, “al anochecer desembarcaré”. Su entusiasmo, por desgracia, se topó con una inesperada realidad.
Fuertes vientos empezaron a soplar de repente, y una lluvia infernal se desató a unas millas de llegar. Anselmo animó a la tripulación a mantener el rumbo; sin embargo, las olas se le opusieron con mayor resistencia, arrastrando el barco mar adentro. El marino caminó, no sin dificultad, hasta el aposento de Zenón. “Señor, la tormenta arrecia”, gritó desesperado tratando de obtener su ayuda…