“Así como lo escuchó, me retiro”, lo repitió como si aún tuviese dudas que lo estaba soñando. No sabía que pensar: cerca de treinta años forjándose una reputación de escritor de culto, admirado como incomprendido en una misma cantidad de oportunidades. Al verlo, ni parecía tan cansado ni tan viejo. Pero la determinación de su respuesta era absoluta.
El por qué fue la pregunta obligada ante la sorpresiva decisión. “¿Ha oído hablar de Juan de Palma, Ernesto Zevallos, Adolfo Vidal y Rubén Sifuentes?”, señaló Valera. En efecto, esos nombres me eran conocidos: eran escritores del mismo tipo de literatura de mi interlocutor. Como concatenados, cada uno apareció después del anterior, envuelto en un halo de misterio, y desparecieron en el encubrimiento luego de periodos de treinta y cinco años.
“En efecto”, afirmé ante el escritor, “usted fue considerado en sus inicios como el nuevo Rubén Sifuentes”. Valera rió. “Es cierto”, contestó el escritor, “pero lo que no saben los críticos es que yo también soy Sifuentes”. Pensé que me jugaba una broma pero, entonces, empezó a contarme los detalles de sus novelas. “Y también soy Zevallos y Vidal”, dijo dando énfasis en las palabras. Comencé a reír a carcajadas.
Consideré que, de tanto imaginar sus libros, él se había desquiciado y que, más bien, era gran fanático de estos autores y por ello había memorizado cada aventura narrada en esas páginas. Viendo que no me convencía, Valera disparó una pregunta demoledora: “¿Sabe dónde están enterrados ellos?”. Y entonces, empecé a dudar. Porque una cosa era conocer los libros y otra, muy distinta, saber que sus tumbas: “no existen”, respondí con desconcertante perplejidad…