Había preparado la cama para dormir, pero el cálido clima de la zona no lo dejaba tranquilo a Pedro. Apenas hace un par de horas había hallado un pueblo escondido. Tocando puerta por puerta, parecía que la villa estaba abandonada desde hacía mucho. Sin embargo, al doblar una esquina, miró en un campo a un hombre que cavaba un foso con una lampa.
Al aproximarse, verificó que el viejo campesino arrojaba al hoyo unos pedazos de carne humana. Sólo ver la escena le provocaba un profundo estupor, pero se animó a preguntar cómo ocurrió. “Fueron los lobos”, replicó el viejo terminando de enterrar los restos, “no tuvo oportunidad de defenderse”.
Caía la noche y Pedro decidió seguir su rumbo en su auto. El viejo lo persuadió que no lo hiciera porque la ruta era peligrosa por los continuos asaltos nocturnos. Con algunas dudas aún en la cabeza, Pedro aceptó la invitación. Y ahora estaba allí en la casa desvencijada, caminando por un poco de agua hacia una antigua refrigeradora.
Esperaba encontrar algún envase con el líquido elemento, pero se horrorizó al ver lo que allí había: miembros humanos sangrantes y destrozados. Pedro retrocedió asustado, y chocó contra una mesita al lado de la pared. Inmediatamente oyó gruñidos por toda la casa. Cuando salió, los aullidos se hacían cada vez más cercanos.
Corrió a todo lo que pudo, mas una raíz levantada de un árbol lo hizo rodar por la tierra. Cuando se levantó, vio que estaba rodeado por cuatro bestias y unos ojos amarillos que brillaban en la noche. Entonces, lo reconoció: era el mismo viejo que vio enterrar los pedazos humanos. “Gracias por la camioneta”, fue lo último que escuchó, del hombre convertido en lobo, antes de ser ferozmente devorado.