No son aún las nueve de la mañana y ya te permiten entrar. Las luces no están encendidas pero la limpieza acaba de comenzar: de hecho, te toca mover uno de los muebles improvisado de caja rápida de recaudación que, no sin esfuerzo, colocas en el patio.
Apenas si van a ser las tres de la tarde y te han mandado a almorzar el taper que tercamente llevaste a expensas del negativo comentario de tu padre. Nada más hablar de cosas tristes e inevitables, el depósito se te resbala y cae al suelo. “Ta mare”, susurras, “me quedé sin almuerzo”. Sin embargo, tus solidarios amigos te convidan parte de sus platos y logras completar el bocado de arroz y torrejas que se fue al piso.
Comienza la noche y las ventas en despacho están muy disminuidas. Luis se encuentra en el cuarto aparte, intentando terminar rápidamente el pedido de un cliente bajo las especificaciones propuestas por éste. Te ofreces a ayudarlo ya que te sientes aburrido en el almacén con tan poco por sacar. Le prometes que se irá a las nueve: dicho y hecho, tu apoyo fue clave para que finalice su tarea antes de lo esperado.
Luis sale raudo pero todos los demás se mantienen en la tienda, incluso Mayta, tan reacio a quedarse después de las ocho. Hugo te llama a ti y a otros tres: les presenta las cartas de renuncia que sólo tienen que firmar. Caes en la cuenta que lo intuiste desde el inicio del día; a pesar de eso, no fue tan fácil asimilarlo por segunda vez. Lo supiste desde que bajaron las ventas, y decidiste pensar que cada día que pasaba era de pura sobrevivencia. Ya no más, “la empresa no tiene más dinero para que continues con nosotros”.
A paso seguido vienen los abrazos sinceros y los apagados hasta luego. Traspones la puerta de fierro que tantas veces vio despedirse a otros y que hoy duda en dejarte ir. Finalmente cede, convencida -tal vez- que te verá volver.