La confesión

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Carlos aguarda sentado en una de las bancas de la iglesia. Tras un examen de conciencia duro y severo, se muestra apesadumbrado pero firme, sabiendo que su arrepentimiento es sincero y que merece ser perdonado. Se aproxima al reclinatorio del confesionario, expectante de que el sacerdote, mediador de Cristo, le escuche y le comprenda. “Ave María purísima”, formula el padre. “Sin pecado concebida”, contesta el joven. “Hijo, cuéntame”, responde el padre.

– Padre, quiero decirle… La voz se le quiebra un momento, emocionado como está ante este encuentro… Quiero decirle que me encuentro aquí de acuerdo a nuestra religión, que manda confesarse una vez al año, so pena de estar en riesgo de muerte, y que confieso, para empezar, no haber pisado un confesionario en siete años. Confesar que desde los dieciséis me denigro a mi mismo, masturbándome a hurtadillas, siempre buscando alguna oportunidad de darme aquel insano placer. Confesar que mi ironía para decir las cosas se convierte en sarcasmo y hiere profundamente a mis semejantes.

Confesar que, cuando necesitaba sencillo, recurrí al gorreo de pasaje en los micros y que esta costumbre se me ha hecho tan aberrantemente constante, a pesar de contar con un mejor nivel monetario. Confesar que a los diecisiete, durante un periodo de seis meses, dudé de mi tendencia sexual, y en aquellos días hice un juicio de conciencia sobre lo conveniente o inconveniente de las dos opciones, heterosexual u homosexual, y decidir cuál opción me hacía más feliz. Confesar que alguna vez fui proclamado como el mejor amigo, pero en incontables ocasiones, de palabra o de obra, denosté a aquellos quienes se mostraron como verdaderos amigos, llenos de virtud.

Confesar que algunas veces mi corazón fue obseso e impulsivo, convirtiéndose poco a poco en un corazón indiferente, incapaz de sentir ante un abrazo o un beso, volviéndome ciego ante mis familiares directos, de quienes he llegado a olvidar incluso sus cumpleaños. Confesar, en resumidas cuentas, el haberme colocado en un pedestal de suspuesta estatura moral, pedestal de mármol cuyos pies son de barro, que hoy quiero que caiga con estruendo en su destrucción, y volver a ser el hombre sencillo que alguna vez fui.

“Padre, por favor, absuélvame”, dice Carlos. El eco de sus palabras retumba en la capilla y no obtiene respuesta. Se levanta y mira adentro: el confesionario está vacío. No puede creer que el sacerdote lo haya abandonado en plena relación de sus pecados: “¿es que acaso fue una ilusión que él estuviera aquí o es que mis crímenes son tan monstruosos que un hombre de fe no puede escucharme por su gran sensibilidad?” Compungido y entre sollozos, abandona la capilla y se dirige al gran portón del templo, el cual va a trasponer.

De pronto, siente su músculos paralizados y no puede moverse; sin embargo, sus ojos ladeados al cielo perciben una luz blanca, cálida, infinita. Empieza a sentir un dolor de muy adentro, insoportable, que lo hace sudar. Muy cansado ya, casi sin fuerzas, torna su dolor en alivio: una sombra oscura y densa que sale de él, se agita compulsiva sobre el suelo; la luz la ilumina con fuerza, desvaneciéndola por completo. Entonces, oye su voz que le dice “ve con Dios, hijo mío”; restaurado en sus fuerzas, Carlos, el hombre nuevo, se persigna y comienza a andar.

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