Reencuentro (parte uno)

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Ciertamente, no fue un buen día para Marcelo. Se había empeñado en comprender aquel libro de filosofía que estaba en el ático, pero su ánimo no le ayudó a leerlo sin reservas. Han pasado ya tres meses de aquel accidente en que se encontró involucrado. Las voces y los sonidos distorsionados ya no lo atormentan mas sigue viendo las heridas que le dejó aquel día.

Una semana después de este infortunio decidió irse al ático. No podía soportar ver a su familia sufrir lo indecible por él. Además de procurarle un grato espacio, a Marcelo le gustaba explorar la pequeña biblioteca de su padre, herencia de sus abuelos, y leer los centenarios volúmenes de cuentos y novelas. Algunas veces era reprochado por su padre cuando niño. Cierto es que todos conocían su carácter extrovertido y travieso pero temían que Marcelo se perdiera entre esos libros para siempre. Sí, para siempre.

La decisión de vivir en el ático no fue un capricho. Todos compartían su sufrimiento pero era especialmente su madre quien más lloraba por él. Y cómo no, si para Macelo era la persona a la que más quería y, sólo asomar sus ojos, se sentía voluble y desarmado. Por ello, su voluntad de vivir en el ático. Por ello también, su voluntad de no ser visto.

El ático le pareció perfecto. Además de la biblioteca, el ático tiene un amplio ventanal hacia donde el sol dirige sus rayos. Marcelo sentía su energía y no podía estar menos que agradecido a esos rayos que le devolvían la esperanza. Sin embargo, le tenía temor al alto espejo que está al lado opuesto del ventanal. A medida que pasaban los días, el lapidario espejo le mostraba las llagas y cicatrices que eran más y más visibles.

Aquel primer día ante el espejo, Marcelo no pudo dejar de llorar. Llorar no precisamente por él, sino por los suyos, aquellos a los que pidió resignar su dolor puesto que quería enfrentar el suyo para poder recuperarse. El tiempo pasó, y Marcelo comenzó a acostumbrase a mirar sus llagas. Pero no fue fácil. En ocasiones, negaba que esas cicatrices fuesen las suyas sino que eran de otro, de otro igual a él y que él no estaba allí sino que estaba con su familia, vestido con ropa nueva, feliz de compartir su alegría.

Uno de esos días, sin embargo, su crisis fue severa. Marcelo no soportó ver su imagen en el espejo y entró en una profunda depresión. Empezó a gritar, ¡a llorar! No podía controlar su desesperación pero tampoco permitió que nadie subiera, ni siquiera para escucharlo. Aquella noche, Marcelo deseó de corazón no verse nunca más reflejado en el espejo. Aquella misma noche de verano, la ciudad sintió aquel inusual viento helado. (continúa)

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