Los novios difuntos (parte final)

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Luego de comprometidos y muy cerca de casarse, la llamé aquel fatídico jueves. Ana contestó un tanto apurada y me dijó qué quería saber pues Marco la estaba esperando, y como siempre dije que quería saber cómo estaba. “¿Eso nada más?” inquirió, y yo no pude contener más mi silencio. “Te amo, entiende por favor: estoy enamorado de ti”, exclamé. Ella calló un rato, luego la oí llorar. “Lo siento”, susurró. Colgando bruscamente el teléfono, me dejó con un nudo en la garganta.

Era viernes por la noche, y seguía lamentándome aquella desafortunada acción. Debajo de mi puerta, alguién deslizó un parte y, al leerlo, mi corazón latió desesperado, y lloré, lloré largo y amargo: ellos habían muerto, y sólo me quedaba vestirme y dirigirme hacia el velatorio. El cuadro que encontré al llegar fue simplemente desolador: caras tristes y miradas, miradas ausentes de la realidad. Las amigas de Ana lamentaban que sus estudios se hubieran truncado de ese modo, y los pocos allegados de Marco lloraban sinceramente su partida.

Atónito, di el pésame a los padres de Ana y, reconociendo a uno de nuestros amigos en común, pregunté los detalles del lamentable hecho. Me mencionó que ellos salieron raudos aquel jueves, que se los veía alegres, y que llegando a una avenida principal, Marco maniobró la moto ante la intempestiva aparición de un coche, pero no pudo esquivar al camión que iba directo hacia ellos: salieron volando, y su cadáveres ensangrentados quedaron tendidos en la pista. No pude soportar oir más, y pedí a mi ocasional narrador que callase.

El sábado ocurrieron cosas inusuales. La sala fue desalojada y entraron dos trabajadores de la funeraria junto con otros dos desconocidos para todos, menos para los padres de Ana. Cuando me acerqué a los ataúdes para ver qué había pasado, observé que los cuerpos tenían colocados los anillos de bodas. Pude considerara aquello como una deshonrosa afrenta; sin embargo, comprendí de inmediato que no había motivo para estar disgustado.

Como el velatorio era cercano a los domicilios de los difuntos, al mediodía los féretros fueron llevados, primero, a la casa de Ana. Allí la procesión se despidió, llevando a Marco a su vetusta vivienda donde sus vecinos lo esperaban. El domingo, el féretro de Marco regresó a la casa de Ana, y juntos fueron llevados a su última morada, y juntos fueron enterrados, él a la izquierda de ella. Escuchaba decir a todo el mundo “ahí descansan Marco y su esposa”.

Hoy después de mucho tiempo, y a pesar de las circunstancias que nos alejaron, no dejo de pensar si Dios dispusiera de mi vida, para encontrarme otra vez con ellos. (Mayo 2002)

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