(viene del capítulo anterior)
La noche se le hizo eterna a Eduardo. Encerrado en una de las carpas del campamento, no puede intentar siquiera una fuga, porque está extremadamente vigilado por los centinelas que hacen guardia fuera.
Luego de algunas horas, el cansancio lo venció y se quedó dormido sobre el suelo. Para cuando despertó, ya era cerca al mediodía. Azul apareció en escena y el destronado rey le preguntó si acaso se había arrepentido. “No, sólo que no era justo que yo durmiera lo suficiente y tú no”, se excusó el rebelde y le amarró las manos con una soga.
Tomó la atadura y lo jaló fuera de la carpa hasta un claro en medio del denso bosque. Eduardo fue desatado y le entregaron una espada y un escudo. Las reglas de la lucha eran simples: el primero que hiriese mortalmente el otro será el ganador del duelo.
Azul tomó también su escudo y espada, y se preparó para esperar el primer golpe. Tras el saludo protocolar, los dos hombres se miraron con severa furia. Eduardo se abalanza sobre su oponente. El golpe de espadas rompe la calma del denso bosque.
(continúa)