No es otro día cualquiera para Luis. Sentado contra la baranda del puente, fuma sin prisa uno a uno los cinco cigarrillos de su cajetilla. Parece aletargado mientras mira las volutas de humo elevarse y desaparecer por la brisa marina que sube desde la costa cercana.
Era obvio que ese no era un día de su rutina diaria, de ir a la biblioteca y tomar apuntes de los libros. Sentía haber encontrado una respuesta a una inquietante pregunta: sentía que era el momento de ponerla en práctica.
Al terminar el último cigarrillo, se levantó y apoyó sus manos sobre la baranda. Miró aquel atardecer que moría durante unos breves pero significativos segundos y, acto seguido, se subió sobre la baranda y extendió los brazos horizontalmente.
“Adiós, dos mil doce”, fue lo único que dijo al inclinarse hacia adelante y dejarse caer. Su cuerpo se estrelló con dureza al chocar contra el frío pavimento. Su sangre brotó, consumando la tragedia.