“Miren, ¡ahí vienen!”, grita un huarumarquino al ver a los cazadores regresar al pueblo. La gente se reúne alrededor del camino principal mientras los hombres cargan al lobo que, anudados sus manos y patas a un leño largo y delgado, se balancea sobre su peso a centímetros del suelo.
Tomás encabeza la comitiva llevando sobre sus hombros un extremo del leño, el cual pasa a otro lugareño cuando su mujer y su hija se hacen presentes. Las abraza y llora con ellas. “¿Lo encontraste?”, pregunta su mujer ansiosa al no ver a su hijo.
“El lobo se ocultaba en una cueva, pero Juanito no está allí”, respondió el hombre antes de quebrarse y llorar junto a ella. Otro grupo de pobladores, sin embargo, el recriminó por qué no había asesinado al animal. “¿Por qué este monstruo sigue con vida?”, algunos comentaban contrariados.
“Amigos míos: si de verdad creen en mí, esperemos a que llegue la luz del día, y entonces les explicaré todo”, habló Tomás a la multitud. Algunos dudaron, otros se fueron a sus casas, pero la mayoría se quedó frente a la improvisada jaula de maderos donde fue colocado el lobo.
Con los primeros rayos del sol, la gente empezó a despertar. “Vengan a ver”, le decía Tomás a cada hombre o mujer que abría sus ojos a la mañana. Apenas se acercaban a la jaula, la incredulidad cubría sus rostros de espanto.
Todos empezaron a preguntarse por qué Alberto estaba allí dentro y desnudo. “Porque Alberto es el hombre lobo”, declaró Tomás realmente furibundo. Dirigiéndose hacia el detenido, le preguntó dónde está Juanito. “No lo sé, pero si me liberas, puedo ayudarte a encontrarlo”, dijo Alberto al sentirse acorralado.