Alias Manchego siguió leyendo las transcripciones y su mente volvió a aquel día en el hotel: había comenzado la cena de gala en el gran comedor. Fiel a su costumbre, había ido solo a la recepción. En la mesa, sus amigos empresarios se vacilaban bebiendo copas de champagne y bailando con sus amigas de ocasión.
Hubo un momento casi de ensueño en que sus ojos se desviaron y su vista se fijó sobre una morena vestida en un traje de sobrio color blanco. “Mi querida Sofía, te presentó al señor Octavio Ávila”, fue la escueta pero calurosa presentación por parte de su amigo de la encantadora señorita.
Y sí que fue realmente encantadora porque, como hipnotizado, Ávila se dejó llevar por la morena en el baile y la conversa. Luego de dos horas de divertimento palaciego, él tomó la iniciativa y la llevó de su mano hacia la recepción del hotel. “¿A dónde me llevas?”, preguntó ella entre intrigada y sumisa mientras subían en el ascensor.
“A mi penthouse”, dijo el empresario al abrirse la puerta del ascensor y dar vista a una lujosa suite en el último piso del hotel. “Siéntete como en tu casa primor”, le dijo a su amiga ocasional, mientras él fue a la cocina a buscar un par de copas y la botella de champagne.
Volvió a la sala y sirvió el espumante en lo vasos, al tiempo que ella se quitaba sus tacones y se acostaba sobre el amplio sofá. Apenas si dijeron salud y bebieron un sorbo. “Dejemos el champagne para después”, dijo seductora la morena y se quitó el vestido.
Después de tener sexo repetidas veces, Ávila y Sofía cayeron rendidos sobre la cama de la suite, apenas tapados por la sábana oscura. “Vaya qué día… eliminé una molestia y conocí a una bella mujer”, se ufanó él mientras le sonreía.
“¿De qué molestia hablas?”, le preguntó ella toda ingenua. Y como tocado por un aura de suficiencia, alias Manchego le confesó que había mandado “muy, muy lejos” a un periodista inquisitivo que lo había estado fastidiando.