Memo alza su brazo para mirar su reloj. Son las dos de la mañana y aún no ha terminado el vaso de cerveza que sostiene en la otra mano. Bebe un par de sorbos y deja el vaso casi vacío sobre la barra. Se despide de algunos amigos y sale a caminar en dirección al parque cosmopolita.
Una fría y suave brisa lo acompaña en su caminata mientras las luces de los faroles iluminan la senda que recorre. No se siente triste, la noche fue buena. “Aunque, tal vez”. Entonces recordó que Luisa, aquella amiga que le prometió desde el lunes que iría, no llegó a su fiesta. “Quizá se le olvidó, se lo preguntaré después”.
Veinte minutos más tarde, empieza a notar la vegetación del parque, esa que parece tan alegre tras una fina garúa que humedeció las calles. Se dispone a avanzar hasta la esquina donde paran los taxis. De pronto, una persona se para frente a él. A pesar de tratarse de un muchacho bien vestido y de contextura mediana, algo en su mirada le provoca a Memo una súbita incomodidad.