Son las seis de la tarde y nada parece ser especial en este ambiente. El aire de la oficina se siente viciado tras las ventanas cerradas que me protegen del frío. A mi lado, mi compañero se encuentra entusiasmo con la tarea que está terminando. “¡Excelente!”, pronuncia eufórico al escribir la última línea de su reporte.
Qué va, pienso yo, que me siento tan cansado de la misma rutina. De pensar que ayer fue igual. De pensar que mañana será igual. Que la semana y el mes entero se irán en lo mismo. En fin, que esto ya me gano, sin remedio. Seis y media, es la señal. Guardo mi tarea, apago la compu, guardo mis cosas, me despido de los que quedan.
Las escaleras silentes son las breves conocidas que me acompañan en este minuto de abandono. Sólo ellas soportan todo lo que pienso del día. Pero se van o, mejor dicho, las dejo atrás. Me toca salir por la negra puerta donde mi libertad me espera. O tal vez no. Tal vez es la entrada a otro espejismo que no quiero cambiar.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Camino, camino. Aligero el paso, camino, cruzo la calle. La misma monotonía que me lleva a casa. Ya queda poco para llegar al paradero. De pronto, un estruendo irrumpe en escena. Una onda expansiva que me alcanza directa. Y vuelo, y vuelo. Y voy cayendo, y chocó contra una puerta.
Trato de incorporarme pero no puedo. Mi cuerpo se siente destrozado y mis ojos apenas alcanzan a ver. Una silueta femenina parece ser. No puedo, el cansancio me vence. Y cierro los ojos, y sueño.