Tatuajes y sombras (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

El taxi avanzó por varias cuadras hasta que se detuvo junto a una puerta enrejada que se encuentra a medio abrir. Ella bajó e ingresó en el local, del cual provenía una estruendosa música. Flores, que se había quedado dentro de su auto a algunos metros del lugar, observó la escena con mucho cuidado, intentando comprender qué era aquello.

Dos minutos después, salieron de allí dos hombres. Estaban vestidos de saco y corbata y tenían graves problemas para mantenerse en pie. Se alejaban del local balbuceando canciones con grandes gritos y hacían comentarios obsenos sobre unas mujeres que vieron. “Típico: oficinistas saliendo de un night club”, reconoció el detective a juzgar por su facha y extrovertida actitud.

Se le hacía raro tener que esperar que se retirara del club, así que Flores salió del auto, se desarregló algo la corbata que tenía puesta desde la mañana y caminó decidido hacia el local. Tras cruzar la reja, entró en un jardín principal. Varios hombres, parecidos a los que recién se habían marchado, pululaban en cada rincón del césped.

Pero el estruendoso sonido no proviene de allí, sino de la entrada al primer piso de un edificio, entrada que dos intimidantes vigilantes custodian con indiferencia. Flores se acercó decidido a entrar, y los vigilantes lo detuvieron. “Son cincuenta”, dijo uno de ellos, y el detective actuó muy presto en colocar el billete en su mano.

(continúa)

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