(viene del capítulo anterior)
Tras un viaje de dos horas hacia el sur, Toño bajó en un paradero. Empezó a adentrarse por las calles de la zona. Nuevas construcciones se alzan gallardas en medio del arenal que poco a poco retrocede. Y es que, a pesar de los muchos años que no iba por allá, Toño reconocía muy bien los lugares que había recorrido.
“Llegué”, se dijo a si mismo luego de una corta caminata que lo dejo frente a un grupo de casas de aspecto gris y avejentado. Algunos ancianos que estaban sentados afuera de sus casas, lo vieron por allí y comenzaron a mirarlo de mala manera. “No aceptamos forasteros”, dijo el más avezado con cara de pocos amigos.
“Yo no soy forastero. Yo crecí aquí”, respondió Toño con mucha firmeza. Su tono de voz fue reconocido de inmediato por varios de los presentes, quienes lo dejaron pasar. Caminó hasta la puerta de una casa, puerta que no había sido abierta en mucho tiempo. Toño sacó de su bolsillo una llave a medio oxidar y la metió en la cerradura.
La llave giró sin problemas, la puerta se abrió y Toño entró en aquel espacio polvoriento que un día pensó en volver a pisar. “Hogar, viejo hogar”, se dijo y comenzó a examinar las habitaciones.
(continúa)