(viene del capítulo anterior)
Si bien es cierto que la noche anterior felizmente no tuve pesadillas, me encontré cansado. La ansiedad acumulada por la situación, me estresó de tal manera que mis ojos se abrieron decididos muy temprano por la mañana. Para cuando llegué al consultorio a eso de las diez de la mañana, el cerebro tan sólo me ordena cerrar los ojos y soñar… y soñar…
“Buenos días. Pase por favor, el doctor Aguirre lo está esperando”, fue la breve respuesta de la secretaria, quien se acercó a mi para avisarme mi turno. Todavía adormilado, mi cuerpo se levantó por inercia y caminó hasta el módulo del oculista, toqué la puerta y entré apenas él dijo “pase”. Todas las pruebas de rutina que Aguirre me realizó parecían pasar ante mí como procedimientos inútiles que me aburrían.
De hecho la bata blanca que vestía era un buen distractor para no quedarme más dormido. Y digo que era, porque hubo un momento en que ya mis ojos no pudieron escapar. Primero las gotas y luego mi cabeza apoyada sobre un soporte frente a un proyector de imágenes. “Dime qué ves”, era la pregunta repetitiva de Aguirre cada vez que hacia un cambio de figuras. Con las primeras imágnes no hubo problemas, pero con las siguientes ocurrió algo desconcertante.
Bus. Semáforo. Choque. Otro bus. Paradero. Cuerpos destrozados. Otro semáforo. Y, de pronto, borroso. Borroso. Borroso. “¿Me estás tomando el pelo?”, preguntó con fastidio Aguirre al ver que no acertaba. “Lo que veo, o no puedo ver, es lo que digo”, le respondí convencido de mi posición. El oculista escribió algo en su prescripción médica y me la entregó presuroso, seguramente queriendo nunca más volverme a ver.
(continúa)