(viene del capítulo anterior)
A la mañana siguiente, como de costumbre me levanté muy temprano. Me despedí de mi esposa con un beso en sus labios. Llegué a la construcción como a las siete y media, pero extrañamente encontré la puerta cerrada. Toqué la puerta con los nudillos pero igual no abrieron. “Vuelve en un rato”, me gritaron desde adentro.
Caminé hasta la esquina, donde el emolientero vende sus riquísimos desayunos. Me pedí un vaso de emoliente y un pan con huevo frito, que no tardé saborear apenas me sirvieron. “No me dejan entrar. ¿Ha visto qué es lo que ha pasado?”, le pregunté al emolientero, quien observó desde muy temprano lo que iba ocurriendo.
“Han venido los ‘chalecos’ del taita para cobrar su cupo de la obra”, dijo el emolientero en un susurro temeroso. Comprendiendo la situación, le pedí otro vaso para poder alargar mi estadía en la esquina unos minutos más. De un momento a otro, la puerta se abrió y dos hombres altos y morenos salieron caminando hacia un auto estacionado.
Una vez que el auto se fue de la zona, me acerqué hasta el maestro de obra, que espera en la puerta con cara de asustado. Le pregunté qué había sucedido. “Toño, ¿qué haces de chismoso? ¡Anda a trabajar!”, fue lo único que me espetó con inusitada molestia y yo preferí ignorar su actitud mientras entro en la construcción.
(continúa)