(viene del capítulo anterior)
Aunque la noche se pasó volando, eso no me significa que el día fuera igual. Salí de casa sin un desayuno en mi estómago y tomé el primer bus que pasó por el paradero. Estaba muy lleno, pero aún así pude sentir una mano sobre mi hombro. Se trata de Guido, un amigo a quien no veía hace algunos meses.
Nos saludamos y apenas si cruzamos un par de frases, hasta que detectamos que dos asientos han quedado vacíos y nos apresuramos en ocupar. Entonces le narro el extraño sueño que he tenido. Guido escucha atentamente el relato pero, por las muecas de su boca, es claro que se muestra incrédulo en su reflexión.
“No sé si sea para tanto, incluso creo que puedes haberte golpeado la cabeza y estás alucinando”, dijo mi amigo y me recomendó ir donde un médico. Es verdad que esperaba más de su sapiencia, pero también es cierto que su consejo era válido. Así que saqué cita en un hospital para el día siguiente e imploré para no tener más pesadillas durante esa noche.
(continúa)