Son las siete de la mañana, y he despertado asustado, recordando que me toca trabajar hoy y que ya es tarde. Con una rapidez inusitada, me aseo y me visto, tomo mi desayuno y salgo de mi casa, caminando con firmeza para poder llegar pronto al paradero. Son las siete y media, y estoy parado esperando.
Cinco, diez… Trece minutos son al final los que tardo en ver llegar el autobús que me llevara a mi destino. Los párpados me pesan aún, pero no puedo pegar una pestañeada. Los asientos están copados y sólo me queda aguantar parado y rodeado de personas que, al igual que yo, están más preocupadas por el sueño y menos por su oficina.
El bus avanza, la hora avanza y los paraderos también. Los pasajeros empiezan a volverse menos y los espacios más amplios. De pronto, el milagro: algunos asientos libres, de esos que están pegados a la ventana. Me quedo con uno de ellos y no me siento. Me acomodo con todas las ganas de alguien que espera su recompensa.
Mi cabeza se inclina, los ojos se cierran. El mundo se vuelve oscuro alrededor. No siento nada. O tal vez sí: un choque potente me hace saltar.
(continúa)