El sarcófago de la momia

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[Especial de Noche de Brujas]

La rebelión acabó con su reinado en pocos meses. Atrincherado en su palacio, el faraón vio cómo su última fortaleza cayó ante el poder de los invasores. Lo apresaron y se lo llevaron lejos, a algún lugar del gran desierto que se extiende sobre los que un día fueron sus dominios. Sus captores le dieron a beber un brebaje dulce, que no tardó en dejarlo dormido.

No tenía idea de cuánto tiempo estuvo anestesiado pero, cuando despertó, se dio cuenta que todo su cuerpo se encontraba vendado con telas de lino. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró desgarrarlos en retazos. A pesar de ello, no consiguió ver la luz: una oscuridad total se le imponía.

La espalda dolorida lo impulsó a mover los brazos hacia arriba: se dio con la ingrata sorpresa que una especie de tapa de madera se lo impedía. Golpeó y golpeó repetidas veces, hasta que la tapa de madera cedió. Sintió cómo sus manos sangrantes retiraban esa barrera en medio de la oscuridad, esa oscuridad que no lo abandonaba.

Cansado por el esfuerzo, se quedó sentado por unos minutos. Cuando quiso pararse, su cabeza chocó contra una superficie sólida. Levantó sus manos para revisar: no había duda, un sarcófago de roca impedía la salida. Su condena a muerte había sido cumplida fielmente por sus captores.

Golpeó insistentemente en la roca y gritó esperando que alguien lo escuchara. Todo fue inútil. Resignado y exhausto, se echó sobre la dura superficie también de roca. “Al menos demostré que he muerto peleando”, se dijo para sí el derrocado faraón. Cerró los ojos, con la fatua esperanza que un día lo fueran a encontrar.

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