Habían pasado unas tres semanas desde que su padre lo dejó en la hacienda, y Lucho seguía pensando en él como el primer día. Más aún porque no recibió ninguna comunicación suya en ese tiempo. Él sólo se había dedicado a arar los campos para la próxima siembra.
Tras una agotadora jornada, donde incluso regresó ciertamente magullado a eso de las ocho de la noche, su tío Rodolfo lo invitó a conversar a la sala. Lucho, que ya se había aseado, vestido y cenado un suculento plato, aceptó la plática con cierta extrañeza.
“Hablé con tu padre antes de que se fuera… y no creo que vaya a regresar”, habló Rodolfo con cierta ambigüedad. El joven le reclamó el porqué de sus palabras. “Recibí esta carta ayer”, dijo su tío entregándole el sobre con la misiva, la misma que estaba dirigida a su nombre.
Rodolfo se retiró de la sala y lo dejó a solas. Lucho abrió la carta… pero no terminó de leer. A mitad de texto, salió corriendo de allí en dirección al establo. Se encogió a un lado y comenzó a llorar amargamente frente a los caballos.
Constanza, que estaba cerca de allí, al escuchar el llanto se dirigió al establo. Vio a Lucho y se arrodilló ante él. “¿Qué es lo que te pasa?”, le preguntó ella intentando comprender. “Por favor, sólo dame un abrazo”, pidió el muchacho muy dolido de enterarse que su padre está muriendo.