Su hermano quedó un tanto sorprendido de ver a una muchachita que, por su edad, bien podría ser la hija de Rodolfo. Mientras, Lucho no entendía nada, sólo que le parecía una señorita muy agraciada. Aun reponiéndose del hecho, Jacinta entró en la sala y avisó a los presentes que la cena ya estaba servida.
A diferencia de lo sucedido en la sala, la cena fue más distendida y algo callada. Lucho, digiriendo con entusiasmo la idea de vivir en la hacienda, comió muy rápido. La risa de su tío fue elocuente cuando llegó el postre y el pobre muchacho se sentía lleno.
“Constanza, acompaña a mi sobrino a conversar afuera”, dijo el patrón y despidiéndose de ella con otro beso. Una vez que los jóvenes salieron de allí, Rodolfo miró seriamente a Santiago. “Admito que me sorprendió tu cambio de actitud hacia mí”, señaló haciendo un gesto adusto.
“Me he visto obligado a hacerlo”, indicó el atribulado padre y cogió su casaca. De uno de los bolsillos extrajo un papel y se lo entregó a su hermano. “Ciertamente, estás muriendo… lo siento hermano”, dijo Rodolfo con el rostro desencajado.