Baker mira con impaciencia hacia el mar. Desde la cubierta metálica de la fría fragata, el científico y explorador espera que pronto aparezca la cámara submarina que hace varias horas bajó al lecho marino en busca de su tesoro.
No se trata de un galeón hundido, cargado con pinturas y monedas de oro: su ambición nació en una expedición anterior, donde un rastro magnético le señaló un elemento de cual no se sabía su existencia. “Quizá pudo provenir del inicio mismo del universo”, se dijo en aquella ocasión sin ocultar su emoción.
Y ahora estaba allí, cinco años después, en esa cubierta fría, con la mirada fija en el océano. Unos minutos después, la cámara emerge en medio de un ambiente de algarabía. Baker y los demás marineros ayudan a enganchar la cámara a la nave.
Colotto, el conductor de la máquina submarina, abrió la compuerta por dentro y gritó de alegría. “Lo logramos”, afirmó entusiasmado y se confundió en un abrazo con Baker, mientras su ayudante sacó una gran bolsa negra donde descansaban las muestras del lecho marino.