“¡Qué payaso!”, criticó Eduardo con dureza a Guillermo al abrir la puerta del salón. Había quedado como un tonto ante lo que consideraba, a pesar del elemento sobrenatural, una situación grave. “Hay un asesino suelto y él, puxa, se mofa”, terminó de mostrar su enfado sentándose en la banca. Susana se le acercó pero se quedó parada.
“No te lo tomes tan a pecho”, le dijo ella, “sólo fue para joderte un toque”. Sí, debería entenderlo así, pero el recuerdo de aquella pesadilla había envuelto a Eduardo en un manto de paranoia. Sin deseos de hablar, sólo se despide de ella con un beso en la mejilla. Ya en su casa, sólo atina a tirarse sobre la cama mirando fijamente hacia el techo.
“Esa caída, si simplemente no me caía”, recordó con alguna indiferencia aquel episodio: había luna llena en la noche. Caminaba despreocupado por la vereda del parque cuando sintió una respiración acercándose detrás suyo. Al voltear, miró un lobo que venía en su dirección. Rápidamente, tomó conciencia del peligro y empezó a correr.
A poco del término del parque, y ya cuando el lobo lo estaba alcanzando, inesperadamente tropezó con una piedra. El golpe fue durísimo; sin embargo, decidió no hacer ningún sonido. El animal comenzó a examinarlo. Lo olfateó y, luego de unos segundos, se alejó del lugar. Una vez que se sintió seguro, Eduardo se levantó con alguna dificultad.
“Eduardo, Eduardo”, escuchó una voz familiar. Era Guillermo. Pasaba por el parque y había visto al tropezado. Fue a auxiliarlo, pero no lo reconoció sino recién cuando estuvo en el sitio. “¿Viste al lobo?”, le preguntó el caído. “¿Cuál?”, le respondió el otro, “Que yo sepa, aquí no hay animales”…