Cuando cayó la noche, Zenón caminó hacia un extremo de la embarcación. Miraba el cielo estrellado, como meditando con los ojos, mientras sostenía en sus manos el envoltorio. “Señor”, avisó Anselmo cuando lo vio por allí, “deje que yo me encargue de la nave y vaya a descansar”. “No puedo”, respondió el viejo marino sin siquiera mirarlo.
Anselmo vio el envoltorio. Comprendió entonces que el insomnio de Zenón lo causaba el extraño regalo que los enviaba en dirección a Endevia, un puerto de poca riqueza pero lleno de sabios y hechiceros. “¿Ya vio que está envuelto?”, preguntó una vez más Anselmo. “Nada que te interese”, respondió el viejo marino, calmado pero cortante.
Anselmo entendió la indirecta y se retiró hacia su habitación. Luego de unos minutos, Zenón se dirigió a su aposento. Se sentó sobre su cama y abrió el envoltorio. Una tenue luz rojiza del translúcido objeto esférico lo llenó de pavor, cayéndosele de las manos. Lo recogió y lo escondió de nuevo en el envoltorio mientras se decía a sí mismo: “Estamos perdidos”…