Emilia seguía equivocándose en algunas operaciones pero, al cabo de unas tres semanas, la mejoría fue evidente: un par de prácticas aprobadas y un final salvado con cierta cuota de dramatismo. Había logrado pasar ese curso; sin embargo, era una pírrica victoria comparada con los inobjetables desastres en los demás.
Sentía que no estudiaba de la misma manera con otra gente, que Rodrigo tenía un no-sé-qué que lo hacía peculiarmente entendible. “Debo tenerlo cerca”, fue el pensamiento que se propuso para el siguiente ciclo y lo cumplió: en sus conversaciones ocasionales sobre la carrera, Emilia descubrió una por una las materias que el joven llevaría.
Así que el primer día de aquel nuevo semestre, Rodrigo quedó sorprendido de verla en sus clases, pero comprendió enseguida su plan. “Hola, Rodri”, lo atajó ella al final de la sesión, “veo que llevaremos cursos juntos. ¿Me ayudarás?”. “Claro”, respondió él sin dudar, “¿cuándo comenzamos?”
-No sé… ¿el viernes?
-Ya, está bien.
-A las 4.
-Eso quedamos bien luego. ¿Te llamo…?
-No, no puedes.
-¿Por qué?
-¿Por qué…? Porque tengo celu nuevo… ¿me pasas el tuyo?