El vino y el sofá

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“Que buen vino”, decía para sí Alberto, un acomodado y joven empresario que vivía en una zona residencial clase mediera. El licor en cuestión no era otro que un regalo por parte de una pareja de vecinos recién llegados para agradecerle por la hospitalidad con que los había tratado.

Por recomendación de ellos, siempre tomaba un poco más de un vaso de la espirituosa bebida después del almuerzo, la cual le dejaba una leve sensación de adormecimiento en el cuerpo. Era en ese trance que, aproximadamente media hora después de esta comida, los nuevos vecinos tocaban su puerta y le preguntaban si necesitaba algo porque ellos salían a comprar algunos alimentos.

Alberto se desentendía del tema con un “no, gracias”, pero tan reiterada pregunta nunca se le hizo extraña. Mas bien la consideraba como constatación que eran un par de buenas personas que se preocupaban por los demás.

Uno de esos días, Alberto estaba muy estresado por una negociación fracasada con un socio. Llegó a su casa y, en vez de servirse el acostumbrado almuerzo, fue directo por la botella de vino para calmarse un tanto. Vinieron una, dos, tres y hasta cuatro copas. El sueño que sentía era tan pesado que fue a su sala y, mirando el valioso cuadro de la pared de enfrente, cayó en profundo trance.

Luego de cuatro o cinco horas, el joven empezó a reaccionar, miró la pared… y el cuadro no estaba. Vio a su alrededor y en otros cuartos, la mesa, la cama, las lámparas, etcétera, habían desaparecido. Quedaba claro que alguien había entrado a saquear su hogar pero no imaginaba quién.

De pronto se percató de un pequeño papel que estaba en uno de los brazos del sofá donde se quedó dormido. Lo abrió y leyó el mensaje que decía: “nos dio lástima vecino llevarnos el sofá así que fue lo único que le dejamos”…

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