Sentado contra la pared miras la cama. Las sábanas están revueltas, la ropa desordenada y la mancha se ha vuelto púrpura. Observas alrededor las paredes sucias y grises, el ropero apolillado y sin una puerta, la mesita de acero oxidada y con desperdicios. Te levantas y caminas por el estrecho pasadizo que separa el cuarto del baño común.
La vieja quinta se muestra alegre a pesar de ser centenaria. Es fiesta latente y los vecinos se aprestan a adornarla. Caminan, corren, ríen, recuerdan. Pero a pesar de tu estancia prolongada, no te sientes uno de ellos. Volviendo a tu cuarto te topas con un chiquillo menudo. Es José, y su rostro te mira ansioso, triste, angustiado. Ves cómo se dirige a la salida de la quinta, presagio de que algo no anda bien. Ya dentro, te pones a ordenar la cama y a limpiar la mesa.
Luego de recoger los desperdicios y ponerlos en una bolsa, reviso cada rincón del cuarto. Considero que tiene un aspecto aceptable, hasta qu me topo con un zapato negro, negro y gastado. Es como de un niño… ¡José! Siento las botas retumbar en el piso y cojo el revólver que guardé bajo mi almohada. Oigo sus voces y su respiración. Oigo el ruego de José, pidiéndome que me entregue.
Pero no hago caso. La puerta es abierta violentamente y alcanzo a realizar dos disparos antes que la ráfaga de metralla abata mis esfuerzos. Sangrante sobre el piso recién limpiado, vuelvo mi mirada hacia el ropero. Mi vista se nubla pero alcanzo a ver cómo sacan el cuerpo de la mujer y lo cubren con la sábana. Mis párpados me vencen y cierro los ojos, señal que ya me voy.
(Escrito 23-03-2007)