[Especial de San Valentín]
El amor, el amor. Este sentimiento que desafía la lógica en cada esquina en la que camino, como ver discutir a dos enamorados por una cosa trivial y, treinta segundos después, darse de apapachos y besos de singular pasión. Lo recordé a propósito de lo que me sucedió no hace mucho. Era un sábado cualquiera de juerga infinita, invitado por un amigo a una disco bien tonera.
Me presentó a su grupo de amistades, a los cuales saludé por igual, llegando hasta Sofía, una chiquilla enclenque y no muy alta, que decía tener diecisiete pero cuyo quino era recién dentro de un mes. Yo no había llegado muy animado, así que me quedé sentado sobre uno de los cómodos asientos de ese sector junto con la muchacha, que parecía algo cansada. “Roberto, cuídala”, me dijo mi amigo antes de salir a bailar con su flaca y el resto del grupo.
Y no era para menos: unos patas con pinta de malandros se acercaban a la indefensa que a mi lado había quedado. E hice lo único sensato que pude hacer, jalarla a la pista de baile y ponerla lejos del alcance de esos tipos. Fue entonces que la miré y su rostro se mostraba iluminado y lleno de ilusión. “¿Qué ocurre?”, le pregunté acercándome hacia su oído. Cuando retiraba mi cara, sus manos la sostuvieron con fuerza dirigiéndola hacia ella que me robó un beso ante mi anonadada oposición.
Sentí su calor, sus ganas, su pasión, pero recordé también que ser nueve años mayor que Sofía era casi un crimen colegial. Algo avergonzado, la llevé de nuevo hasta nuestro sitio, donde mi amigo y su grupo acababan de volver. Me despedí rápido, pero de pronto volteé a mirar de nuevo, y se me quedó grabada esa cara, medio enojada medio desconcertada, de la chiquilla enclenque y no muy alta.
Pasaron poco más de siete años, y otra vez volví a estar invitado por el mismo amigo y encontrarme con su mismo grupo, en otra disco de la cual ni recuerdo el nombre. Reconocí uno a uno a los presentes, a excepción de un joven flaco y desgarbado y una mujer que se me hacía conocida pero no lograba descifrar. Ella se me acercó y me dijo: “¿No te acuerdas de mí? Soy Sofía”.
Impresionante era el cambio que había dado, mucho más alta que la primera vez y un cuerpo que, tal vez por el vestido o tal vez no, parecía moldeado por el deseo. Raro que no me hubiera dado cuenta a primera vista, mientras Sofía me reconoció al instante, a pesar de cambiar mi pelo largo de aquella vez por la recortada cabellera y el bigote abundante. Esta vez, ni corta ni perezosa, ella tomó la iniciativa y me sacó a bailar en medio de la sorpresa de sus conocidos.
Para haberla dejado actuar, me sentía bien, salvo por una pequeña incomodidad que pronto hice aparecer, y es que el pata de su costado parecía ser resondrado por sus amistades. “¿Él no es tu novio?”, pregunté. “Hemos salido un par de veces… pero nada serio”, contestó. Tras un rato largo en la pista, siguiendo mi instinto, me la llevé a la barra a invitarle un trago. “¿Por qué?”, pregunté. Sofía me miró extrañada. “¿Por qué yo?”
Contó, entonces, la desdicha que fue no volver a verme tras esa abrupta salida, aquel beso que, apasionada, me dio y la dejó envenenada de amor, esperando que yo se lo devolviera. “En aquel entonces ni siquiera estaba ilusionado”, respondí. “Y ahora, ¿lo estás?”, inquirió ansiosa. Sonreí seguro: “Pruébame”. Y la besé, y ese beso lo sentí en mi corazón, en mi alma: me había convertido en gustoso prisionero encadenado a su amor.
Y escapamos de aquel lugar a toda prisa. Y subimos al primer taxi que pasó por allí. Y paseamos por toda la ciudad, atolondrados y enamorados, en la joven noche en que un beso devuelto ocurrió.