Siempre se le concede al padre el papel del “hombre de la casa”, aquel que otorga el soporte económico del hogar y el que toma las decisiones más difíciles en torno a su familia. A veces cuando veo a mi padre reclinado en el sofá, rendido y durmiente, me llama poderosamente la atención. Me sorprende que después de más 30 años de labores incansables, e incluso algunas muy sufridas, por fin pueda descansar.
Sin embargo, no ha perdido ni el ánimo ni la vitalidad para conversar y debatir, sobre política, deportes y otro temas afines, y cómo no agradecerle el millar o más de anécdotas de su infancia en la sierra de Áncash, de sus viajes por el Perú, de sus tiempos en las empresas agrícolas, de sus paisanos, de sus clientes e incluso de personas que malos ratos le hicieron pasar.
Me sorprende aún, aunque seguro entenderé con el tiempo, que me haya traído al mundo cuando ya tenía 42, habiendose casado a los 38. Si bien recién inicia su vejez y se vuelva un poco más casacarrabias y más dogmático, siempre admiraré su espíritu por darme lo mejor de él. Y hoy que lo veo, sentado en su mueble, sólo deseo decirle: Te quiero papá.
(Del mismo modo, reciban de mi parte un afectuoso saludo todos los padres, en especial aquellos que han sabido transmitir a su hijos lo mejor de su experiencia y amor.)