Darío A. Núñez Sovero
En la vida de las personas siempre habrán vivencias de índole laboral o estudiantil. Estas últimas, retrotraídas en el tiempo, como en mi caso, estuvieron acompañadas de un período de descanso que todos conocemos como vacaciones; delicioso espacio temporal ideal para redondear proyectos que dormían ansiosos de ser logrados una vez que se den inicio y luego de tensa espera.
Debo empezar confiándoles que esta es una prosa preñada de nostalgia, de recuerdos que se agolpan en nuestra memoria y se acurrucan en algún lugar de nuestros más delicados sentimientos. También es un homenaje, silencioso y quedo, a la memoria de amigos con quienes compartimos incontables experiencias. Es natural que, en este recuento, omita involuntariamente algunos nombres. A ellos expreso mi antelada disculpa.
En tiempos estudiantiles, ver concluir el año lectivo, aparejaba una escondida alegría de presentir que el período vacacional próximo venía con muchos escenarios a disfrutar. No bien realizada la clausura del año de estudios, nuestra maleta estaba lista para ser conducida a los vehículos de transporte que deberían retornarnos al extrañado terruño. Muy temprano ya nos encontrábamos en la desaparecida Estación de Desamparados en Lima para realizar nuestra travesía andina en el primer tren. Nada era comparable como viajar en tren. Hacerlo me recordaba esa metáfora de Chocano cuando la comparaba con “la aguja de acero inmensa que va cosiendo los Andes”. Era, además, extasiante porque te posibilitaba confirmar lo bello que es nuestra patria, llena de amplísimos paisajes polícromos que se iban pintando a nuestros ojos, unos tras otros. En esas cavilaciones geográficas, de pronto ya estábamos en Matucana, Chicla, La Oroya, Pachacayo, etc.; y en cada una de estas estaciones voces estridentes ofrecían diversos manjares para el paladar como truchas apanadas, choclos con queso, panecillos, alfajores, etc. Todo este deleite no era suficiente para calmar nuestra ansiedad por llegar a Jauja. Nuestro estado anímico expectante nos hacía olvidar los estragos que el temible soroche amenazaba a nuestra salud. Ya en el terruño, presurosos, abordábamos los taxis de “Chato” Cruzado o “Saca” Benavides y, de pronto ya estábamos en casa. El reencuentro con los nuestros era de una alegría desbordante. Los abrazos eran como sellos que agotaban la nostalgia generada por nuestra forzada ausencia.
Naturalmente que, en casa, se ignoraba que estratégicamente (para usar un término castrense) ya habíamos diseñado nuestro plan de vacaciones. La cercanía de las fiestas navideñas, que era una celebración íntima desprovista de la parafernalia de este tiempo, nos proyectaba a estar, luego de la misa de gallo, en el parque principal para admirar la infaltable cuadrilla de huayligía, liderada por Pancho Chávez, aquel regordete guardián del cementerio, que encabezaba la comitiva de bellas y vaporosas muchachas que se desplazaban desde la plazuela de Libertad hasta la Iglesia Matriz. El mismo día navideño, con los amigos del barrio, por la tarde ya estábamos enrumbando hacia Masma o Muquiyauyo para apreciar las hermosas fiestas de ese día.
Transcurridas las austeras celebraciones del nuevo año y mientras aguardábamos el inicio de las fiestas de Bajada de Reyes, desplazarnos hasta las riberas del río Yacus era una rutina diaria que se hacía para darnos, con cientos de muchachos, chapuzones en la torrentada de un bramador río que atemorizaba nuestra fragilidad humana. Allí coincidíamos con decenas de muchachos de otros barrios todos en la misma conducta de saltar desde la orilla, bracear y luego salir para irse “secando al sol” con los dientes rechinando y temblorosos por el aire frígido de aquellos húmedos parajes. Cuando, ya dando las 5 o 6 de la tarde, nos retirábamos haciendo chanzas de nuestra alegría acuática, ya estaba diseñado el ir, por las noches, a cuánta fiesta de “bajada de reyes” había en Jauja, aún sin estar invitados. Era grato compartir la prodigalidad de las familias anfitrionas: se comía, se brindaba, se bailaba… ¡Dios mío!, para qué más. Y así transcurrían estos días de enero, en medio de un ambiente bacantino, hasta que ¡de pronto! Nos dábamos cuenta que había llegado el no menos renombrado y esperado “20 de Enero” y el escenario de nuestra alegría era otro. Se había mudado a la plaza de los Yauyos, donde las celebraciones lindaban con lo pagano por cuanto en la mañana del primer día, los devotos de San Fabián y San Sebastián, eran contritos fieles que asistían a misa y procesiones, para luego dar rienda suelta a toda su alegría tunantera multiplicada en cada una de las cuadrillas presentes. Era sorprendente ver cómo de la devoción mística de los feligreses se pasaba al ambiente dionisiaco de la sensualidad y el desenfreno. Y así en los días siguientes, dirigirnos a ese recinto antiguo donde se derramaba la alegría por nuestros cuatro costados, los agasajos, desayunos y almuerzos, eran esperados con una devota voracidad sibarítica. Como dirían los marketeros de cierto panetón: ¡cuánta fiesta!, ¡cuánto baile!, ¡cuánto brindis!, ¡Dios mío! Para qué más. Y aturdidos por esos eufóricos momentos de fiesta, las bromas discurrían como ríos de estridentes carcajadas, uno más que otros de jocosos. Si hasta para estrecharnos en abrazos era como ritual decir: “felices pascuas y próspero 20 de enero”, como una obligada manera de saludarnos entre los presentes. Y los momentos, desde antaño, siempre son los mismos. Reencuentro con amigos, mutuos saludos, abundante líquido dorado y espumoso para los brindis de reencuentros y, si estábamos disfrazados en la cuadrilla de Erasmo Suárez, buscar ansiosamente en los palcos a las mozas a quienes había que deslizarles coquetos madrigales çargados de ironía y sentimiento, con el fin de doblegar su inocencia y arrancarles discretas y ruborizadas sonrisas. En este coro socarrón de “chutos” podía reconocerse, con silencioso disimulo, la presencia de infaltables amigos como el “Chepo” Gamarra, “Chicato” Infantes, Lucho Ramírez, el “Loco” Balvín, y toda esa muchachada de mi generación. Del 20 al 26 de enero, el júbilo plural de nuestro pueblo se encargaba de incrementar nuevas anécdotas en cada jornada. Tengo guardadas en mis retinas las broncas que se armaban por disputas amorosas por las chicas de nuestra preferencia, el modo tan jocoso con el que miccionaban las polleronas jaujinas, huanquitas y María Pichanas, aquellas tarde de jalapato en la que el “Huayhuar” Artica disfrazado de chuto irrumpió montado en un caballo blanco en el ruedo de chalanes para arrancar la cabeza del pato y entregárselo, como una ofrenda sangrienta, a la dama Lola Morales que se ubicaba en un toldo preferencial del cuadrilátero de la plaza.
El 20 de enero, será siempre un hito vivencial en el recorrido de vida de todos los jaujinos. También será una oportunidad dolorosa de evocar los nombres de quienes dejaron las crueldades de este tiempo y partieron al reino desconocido del éter y el silencio: “Jara” Arteaga, el tío Erasmo, “Mocho” Suárez, Antonio Bravo, Epi Sánchez, en fin. ¡Tantos nombres! La fatiga de estas celebraciones nos restaba aliento para continuar el jolgorio tunantero en tierras de Julcán, por ello y ante la proximidad de los carnavales reservábamos energías para renovarlas en los barrios de Jauja. Ya sabíamos que teníamos que empezar por La Salud y terminar en Chinchán. Pero, reticentes y calculadores como éramos, guardábamos lo mejor de nosotros para Huarancayo y La Libertad. Empezábamos con la patasca de las traídas de monte y concluíamos con la recepción en el Casino Jauja que los padrinos del año entrante recibían de los padrinos salientes. Al final, ya exhaustos nos retirábamos presurosos y preocupados porque en casa no nos descubran el aliento fiestero. Los más suertudos dibujaban sus sombras en los zaguanes de algunas casonas, donde las parejas se prodigaban caricias mutuas. ¡Qué lindas son las vacaciones en Jauja!
Pasados los carnavales, marzo era un mes que imprimía en nuestros rostros un rasgo sombrío; un mes al que llegábamos temerosos de saber que pronto retornaríamos al lugar donde debíamos continuar nuestros estudios. Ello no era óbice para darse maña e ir al Cine Colonial para concretar alguna cita concertada y luego darse una vuelta en ese rincón de la bohemia que era el famoso Billar Doria. Allí era normal encontrar a famosos taqueros “enfermos” por el billar de tres bandas y las billas. Boquiabiertos admirábamos las “voladas” de Fukushima, el famoso “Twist” Quintana, Laguado, Pita, “Pato” Bonilla, Julio Lobe, etc. Ver a esos taqueros era como ver “doctorados” del paño verde. De todos, el más pulcro y sereno era el “Twist”, siempre enfundado en una elegancia de un Pedro Navaja andino. Y al fondo, en ese Doria del recuerdo se escuchaban las notas sonoras de los jaraneros de Jauja, donde no faltaba la voz potente y armoniosa del “Chino” Loayza, el timbre pastoso de “Collo” Lizárraga, las guitarras de Pepe Martínez y Germán Osnayo; hasta que las madrugadas nos sorprendían acariciando un buen coñac que nos suma, luego, en un profundo sueño.
Y así se iban extinguiendo nuestras vacaciones y ya sabíamos que, al final, las partidas eran tristes pero necesarias. Los adioses llegaban de pronto y nos alejaban, nuevamente, de nuestros seres amados. Los caminos del retorno eran callados testigos del recuerdo de todo lo vivido y sufrido en este breve periodo de descanso. Y sabíamos, también que el olvido, amenazaba como un manto generoso de nuestra alegría, pues, lo que nos esperaba más adelante suponía nuevas responsabilidades de estudiante. Esos fueron los años dorados de nuestra juventud.