Darío A. Núñez Sovero
A esta hora de un incoloro véspero de enero, muchas voces asfixiantes, en los parcos lechos de algún hospicio, tratarán de aferrarse desesperadamente a la vida. A esta misma hora, miles de rostros mustios ensayarán una mueca pálida y crepuscular en clara antesala del arribo de la muerte, mientras sus más cercanos parientes se acordarán del genio de Vallejo cuando en su poema Masa espetaba con una languidez lacerante y desesperada: “…Le rodearon millones de individuos/ con un ruego común “quédate hermano”/ Pero el cadáver ¡ay! Siguió muriendo…”. Entonces, como un largo filme de gratos recuentos, al unísono, todos lloraremos sin remedio por el viaje sin retorno que emprende nuestro más querido pariente o amigo ante la llegada odiosa e inesperada de este trágico final. Y así, como en esta dolida Jauja, la humanidad toda mira absorta e impotente cómo la muerte -esa tétrica realidad de la existencia hecha ahora pandemia- destroza la vida de miles de seres amados que eran personas de bien Y sobre las que descansaba la felicidad de familias, pueblos y naciones enteras.
¡Ah! Tiempos aciagos los nuestros. Tiempos crueles de desconcertantes borrascas sanitarias que han anegado de llanto el orbe. Tiempos en los que se ha borrado nuestra alegría y se ha exiliado la risa para trocarlos en una desesperada ansiedad e insanía. Tiempos duros que, sin merecerlo, vivimos con nuestros hermanos, hijos y nietos, con el mortal patógeno al acecho del menor descuido para darnos el zarpazo final y definitivo.
No hemos asumido la maldad para recibir este castigo. No hemos sembrado espinas para ganarnos este azote. Cuando tratábamos de rectificar nuestros yerros para hacer más feliz y sonriente al mundo y tratábamos de cambiarlo con los estandartes de la fe y la esperanza, llega esta malhadada realidad, oculta en personas que no sabemos quiénes son para de ellos cuidarnos. Entonces, para ensombrecimiento de nuestras amables relaciones, se ha institucionalizado la desconfianza y se hace clara la no deseada distancia en clara demostración de nuestros cuidados. Por eso es que mi odio a esta pandemia es irreversible. Ha cercenado brutalmente todos mis hábitos de hermandad y camaradería para encerrarme en una concha de egoísmo y extrema profilaxis. Odio esta pandemia porque me ha impuesto un permanente ritual ajeno a mis conductas rutinarias, pues eso de andar semi enmascarado en barbijos, lavarme las manos aunque sea por puro gusto y mantenerme alejado de los míos y extraños, nunca lo había presentido. Sin embargo, si todavía quiero seguir incomodando a mis contertulios, no tengo otra alternativa que hacerlo con afán y esmero porque de eso se trata para nuestra supervivencia.
Con esta castigante realidad, ¡cómo no añorar tiempos idos! Tiempos en que la hermandad era el pan de cada día y donde los más tratábamos de mitigar el dolor que agobiaba el mundo de los desposeídos. Cómo no llenarme hasta la saciedad de la fortaleza que sabe infundirme el Supremo Hacedor. Cómo no buscar su palabra -autorizada y divina- contenida en sus santos evangelios. Y aquí quiero repetir una clara y valiente admonición, a manera de catilinaria mística, escuchada de un venerable sacerdote en la misa dominical –virtual- en memoria de una dama jaujina víctima de este aborrecido mal: “este virus nos habrá podido arrinconar y quitar muchas vidas, pero lo que no podrá es quitarnos la fe en la gloria eterna, no podrá quitarnos la esperanza de un mundo mejor”, palabras que suscribo con énfasis especial porque estoy convencido que bajo las leyes eternas de la palabra divina, llegará el momento en que el mundo tenga otro amanecer, lleno de vivificante luz, donde –como dijo Manuel Scorza magistralmente – “…mientras alguien mire el pan con envidia, el trigo no podrá dormir, mientras llueva sobre el pecho de los mendigos, mi corazón no sonreirá…”.
Jauja, 30 de Enero del 2021
Foto: Martín Valenzuela Gave