Darío A. Núñez Sovero
Nunca supe de mis orígenes, menos sé si es que formé parte de un almácigo o que alguien cuidó de mí desde mi estado anterior de semilla. Algunos entendidos -así los oí- al verme crecer, expresaban su admiración por mí estampa regia y erguida comentando, con voz que denotaba cierto asombro, algo así como “qué bonito rebrote de eucalipto”. Lo cierto es que al paso inexorable del tiempo fui tomando forma y creciendo más que mis congéneres que estaban a mis costados. Debía ser así porque, casi al pie mío, unos hombres abrieron un día una acequia por donde, en los meses de lluvia, discurría abundante agua, lo cual me dio cierta ventaja sobre los demás de mi especie que envidiaban mi privilegiada posición terrena. Digo privilegiada porque eso de vivir cerca de un caudal acuífero permite que el terreno se humedezca con vigor, lo que posibilitó que mis raíces se fortalezcan con el agua, tanto que penetraban con profundidad en la tierra que nos cobijaba. Y así, con la envidia y mezquindad vecina fui creciendo con asombrosa prisa, sin que nadie perturbe mis primeros años de existencia. Fue un crecimiento sostenido que, sin embargo, demandó como dos décadas de años.
Con el tiempo advertí que, frente a mí, periódicamente venían unos hombres para labrar la tierra que me hospedaba, lo hacían con denuedo y mucho esfuerzo y algunas veces relajándose cuando entonaban canciones que violaban la quietud del azulado cielo que diariamente nos abrigaba. Los vi sudar y denotar cansancio y para mí fue alentador brindarle las sombras de mi ramaje cuando se echaban a descansar sus fatigas, terminando, en algunos casos, en reparadores sueños que yo celaba con fruición. Más de una vez, creí escuchar amorosos diálogos de amantes que se apretujaban contra mí corteza, jurándose encendidas frases de amor al tiempo que se comían mutuamente en desenfrenados y canibalescos besos. La belleza de mi vida en aquel tiempo, se complementaba cuando en temporadas de lluvia, mi entorno se revestía de un verdor intenso, realmente deslumbrante, que se coronaba en el aire con los trinos que alegres avecillas despedían de sus canoras gargantas. Vivir así me hacía adorar la vida, querer los milagros del sol y la luna, el aire que besaba diariamente todo mi ser, sacudiendo rumorosamente mis hojas afiladas y verdosas.
Así vivía hasta que la felicidad de aquellos tiempos –un día- se vio nublada cuando otros hombres llegaron al lugar de nuestro aposento y empezaron a cavar la tierra para instalar postes de cemento por donde debían sostenerse numerosos cables –creo que allí empezó la fatalidad de mi vida- que, según escuché debían conducir electricidad a barrios aledaños, pues, como diré más adelante, para mí todo cambió desde aquel instante.
El tiempo raudo atropellaba y a su paso parecía que se envolvía en todo nuestro entorno, se sucedían días y noches, veranos e inviernos y, en medio de ellos, truenos y rayos relampagueaban en el horizonte y el cielo inmediatamente desataba copiosas lloviznas que, en el fondo, fueron el marco perfecto para señalarnos estaciones y diversos quehaceres. Al principio vi bueyes que mugientes halaban pesados arados sostenidos por rudos hombres y, no hace mucho tiempo, ruidosos motores de tractores que horadaban surcos anunciando siembras. Y esta rutina anual fue acompañando mi crecimiento hasta formarme como un árbol robusto, fuerte, de visible esbeltez y vigorosos brazos que sumaban al abundante ramaje en la copa, tanto que llegué a ser la envidia callada de nuestros acompañantes.
Hasta que una tarde, ahora poco nomás, llegaron a bordo de un vehículo dos hombres que presurosos se bajaron de él para otear todo el entorno del lugar de mi alfombrada y verdosa estancia y comenzaron a divisar árbol tras árbol. Entre murmullos de clara aceptación, usando un improvisado plumón marcaron sobre mi corteza una X, luego –como habían llegado- se fueron. Fue entonces que tuve un mal presentimiento y sentí que mi destino vital estaba amenazado. Se fueron raudamente y quedé frente a esa duda existencial de saber qué es lo que me aguardaría. Traté de adivinar qué era lo que querían aquellos extraños y no alcancé a tener la verdad sino cuando, días después, a bordo de un camión descendieron decenas de hombres que, jubilosos y con la compañía de guturales sonidos que salían de un cuerno soplado por un experto, me dieron la respuesta de que mis días llegaban a su fase terminal. Los reiterados golpes de un tambor me generaban más pánico y cuando alguien empezó a hacer una ceremonia de gratitud a la tierra por la ofrenda que le daban –que en verdad era yo- sentí que la alegría de mis días se tornaban en un miedo incontrolable. Ni las hojas de coca que tendieron sobre multicolores mantas ni las sobras de un fuerte aguardiente contenido en copas que sacudían luego de beber y humedecían la tierra, calmaron mis ímpetus. De pronto, cerca de mi raíz empecé a sentir incontables golpes de hacha, cada uno más dolorosamente penetrante que el anterior. Los que manejaban el hacha se turnaban y cada uno, cuando lo hacía, trataba de demostrar su ferocidad contra mí. Aún con el dolor de cada golpe, alcancé a pensar en la razón que merecía para tener tan cruel insanía. Me respondí que en mi vida no había hecho nada contrario que perturbe la paz de aquel lugar, que de repente mi ubicación al lado de los cables que tendieron un día hacía peligrar el bienestar de los pobladores beneficiarios, etc. Así en esas cavilaciones casi metafísicas, de pronto sentí que el líquido que recorre mi corpulencia de 35 metros de altura iba mermando su recorrido y que, fatalmente, ya nada podía hacer. Se aproximaba el fin de mi existencia. Casi moribundo, atiné a dictar a todas las instancias de mi organismo, una orden: resistir hasta el final, no doblegarse o en todo caso, morir con dignidad, como lo hacen todos los árboles, de pie. Esta orden se cumplió a medias porque con el dolor de los hachazos no me percaté que un avezado trepador, usando unas espuelas de metal, me había escalado hasta cierta altura para anudar una soga que jalado por los festejantes direccionaría mi caída a un área libre colindante para evitar que caiga sobre los cables eléctricos vecinos y se genere una tragedia. Y así fue. Desfalleciente y ya sin poder sostener el volumen de mi respetable peso, asediado por incontables hachazos finales y tirado de la soga por los presentes, caí aplomadamente sobre el área verdosa que en vida me había acompañado. Mi caída fue estruendosa, tanto que inmediatamente generó un júbilo de los expectantes, adolorido por mi tremebunda caída escuché que, a gritos, la concurrencia gritaba “alaláu padrino” y un presuroso hombre se multiplicaba para repartir más copas de caña “curada” con variados jugos de fruta, mientras algunos entendidos cortaban con el hacha algunas ramas que estaban más abajo de mi copa. Esas mismas personas dispusieron que casi la mitad de mi tronco fuera cercenado –según dijeron- antes de ser cargado al camión. Y cuando una voz estentórea convocó a la concurrencia con la frase “todos al palo”, fueron inmediatamente a levantarme para envolver, con gruesas sogas, el frondoso contingente de mi copa. Enseguida, envalentonados por más arengas, algunas soeces, condujeron la mitad restante de mi cuerpo con dirección al vehículo estacionado que debía transportarme. Fue ese el instante en que, desfallecientes, los vigorosos brazos armados de ramas que forjé, hicieron la primera resistencia, dificultando la labor de los cargadores. Era evidente que con toda esa pesadez de mi copa no iban a poder subirme a ningún vehículo por lo que se ordenó cortar algunos de esos brazos enramados. Ya sobre un camión que acusaba dificultad para llevar el apreciado volumen que todavía tenía, me hicieron llegar a una placita donde evidentemente iba a desarrollarse una fiesta. Entre canciones y bailes de parejas que estaban presentes y todavía sobre el carro que me había traído, unas damitas, luego de renunciar a las caricias de sus acompañantes, empezaron a colocar diversos y coloridos objetos en mis ramas y mientras me envolvían con serpentinas y cadenetas y trataban de encimarme con mantas y frazadas, gimebundo y al borde de la muerte, recordé a todas las partes que de mí sobrevivían que tenían que resistir y al final morir con dignidad. Creo que eso fue decisivo para el fin, porque cuando el camión empezó a retroceder para generar fuerza y ubicarme en el hueco donde se pretendía reimplantarme, nuevamente el peso de mis restos se resistieron y desafiaron la fuerza motriz del vehículo que, finalmente, se rindió. Conscientes, los bailantes, que no podrían pararme frente a todos y vencida la tarde, optaron por bajarme a tierra y abandonarme entre los sopores festivos de los bailantes, no sin antes retirar todos los objetos y enseres que habían colocado en el ramaje de mi copa.
Al día siguiente, luego de haber estado tirado sobre el suelo por varias horas tolerando las lluvias de este marzo acuoso, volvieron los que el día anterior me habían abandonado, esta vez con otro árbol más liviano y a bordo de un camión. Este generó tanta fuerza que no tuvo dificultad de colocar al nuevo árbol sobre el hueco donde debían erguirlo, también vi que, antes de hacerlo, las idénticas damas del día de ayer, colocaron los mismos objetos que habían retirado de mi copa, emebelleciéndolo con diversos colores provenientes de los variados enseres que colocaron. Cuando, para asombro de los presentes, el camión colocó en su nuevo sitio a mi reemplazante, el hombre del vozarrón que había ordenado cargarme al camión en la chacra donde crecí, dispuso que otro hombre, que sostenía una motosierra, troce todo el tronco que restaba de mí. Y así se hizo y mientras era cargado -despedazado por la indiferencia humana frente a mis despojos- al camión que llevaría mis restos, supe que mi destino era un horno a leña donde, probablemente, arderán mis últimos vestigios. Así terminé mis días pletóricos, llenos de vida, la belleza de mi estampa se difuminó en tronquitos insignificantes, como un homenaje trágico a la muerte-.
Jauja, 11 de Marzo del 2023